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INFIERNOS DE PASO

Mateo Lanzuela

Mateo Lanzuela

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Denís Lebón

Denís Lebón

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Les llaman Centros de Internamiento de Extranjeros, pero funcionan en realidad como prisiones. Complejos penitenciarios sin carácter penitenciario. Infiernos de paso. Cárceles de corta duración que en España han cumplido ya 35 años. Son los CIEs, las abyectas salas de espera de Europa, un continente convertido hace tiempo, por méritos propios, en una inhóspita sala de espera gigante.

Nacidos en 1985 dentro del marco jurídico de la política migratoria común de la Unión Europea, los CIEs abrieron sus puertas en España con una definición, una vocación y unas líneas rojas presuntamente infranqueables. El artículo 26 de la Ley de Extranjería, que consagraba la creación de dichos recintos, era, en ese sentido, tremendamente explícita. Definía los nuevos Centros de Internamiento de Extranjeros como “establecimientos públicos con carácter no penitenciario destinados a la custodia preventiva y cautelar de migrantes para garantizar su expulsión o devolución”. Es decir, unidades de control. Espacios de tránsito. Pero toda aquella teoría tardó muy poco en convertirse en papel mojado.

Patricia Orejudo es profesora de Derecho de la Universidad Complutense y abogada de la Cooperativa Red Jurídica. También militante de la campaña estatal por el cierre de los CIE. Ha visitado, a lo largo de los años, a internos migrantes en centros de reclusión de media España. “La primera vez que entré a un CIE me pareció monstruoso. Lo único que estas personas deberían tener es una privación de libertad en espera de su expulsión, pero lo que yo vi es que ni uno solo de los derechos que se dice que garantizan a las personas internas, son realmente garantizados. La vulneración es sistemática, es grosera”, comienza diciendo, antes de profundizar en su afirmación y enumerar, una a una, las libertades y derechos fundamentales quebrantados, en su opinión, en dichos recintos: “Los CIE, por definición, son centros no penitenciarios, pero si hubieran sido prisiones habrían tenido al menos un control judicial, y hasta el año 2009 no ha habido un solo juez que velara por sus derechos. Se trata de personas que no han cometido ningún delito, pero no tienen derecho a la intimidad, a la vida familiar y los derechos a las visitas también están vulnerados. Están hacinados, comparten celda, tienen una asistencia médica muy precaria y ninguna asistencia psicológica. Las condiciones son muchísimo peores que las de las prisiones. Hay personas que pasaron primero por prisión y después por un CIE y aseguran que estaban mucho mejor en la cárcel. Lo que no cabe para una prisión, cabe para un CIE”, sentencia.

Los delitos por los que las personas migrantes acaban siendo internadas en los CIEs jamás guardan relación alguna con el ámbito penal. Son faltas de orden administrativo, es decir, relacionadas con los “papeles”, con algún tipo de irregularidad en sus permisos de residencia. El tiempo máximo de estancia en estos centros no puede exceder por ley, en España, los 60 días. Pero nada es nunca lo que parece en la sala de espera de Europa. Caben muchas atrocidades en un lapso de 60 días.

 

Ahí enfrente torturan a la gente”

Es domingo frente a la fachada principal del madrileño CIE de Aluche. Una concentración integrada por unas 300 personas, convocada por la plataforma CIEs No, trata de trasladar su solidaridad a los internos recluidos en el centro. 41 de ellos, de nacionalidad argelina, llevan en huelga de hambre desde el miércoles. Han decidido tomar esta medida para intentar visibilizar la situación de vulnerabilidad extrema en la que se encuentran. No demandan solo “libertad” sino también, y sobre todo, con la que está cayendo, “seguridad”, unas garantías mínimas de no contagiarse. Las condiciones de higiene y salubridad en las instalaciones, de habitabilidad, de dignidad humana, no alcanzan a respetar los estándares mínimos. Siempre han sido precarias, pero hoy, en plena efervescencia de la segunda ola de la pandemia de la Covid-19, preocupan más que nunca. Tienen hambre, pero sobre todo miedo. “Hay muchas personas internas en contacto constante con personas que vienen del exterior. Y comparten habitación, comparten celda. ¿Cómo puedes asegurar que no hay contagio cuando tienes a cuatro, cinco o seis personas durmiendo en la misma habitación? Si hay un brote, afecta a todos”, advierte Orejudo.

Los manifestantes empuñan pancartas con consignas que claman por la derogación de la Ley de Extranjería. También profieren cánticos corales con lemas como “Ahí enfrente torturan a la gente” o “CIES, rejas, redadas y fronteras, así se construye la riqueza europea”. Desde el interior de las instalaciones una voz ahogada grita “Libertad”.

El 6 de mayo, 53 días después de que el gobierno decretara el Estado de Alarma en España para tratar de doblegar la curva de contagios, se procedió a la liberación del último interno recluido en un CIE. Era la primera vez que los Centros de Internamiento de Extranjeros se vaciaban en el país en 35 años. La medida no se tomó, sin embargo, para proteger del virus a los migrantes; sino para liberarse de su tutela una vez que el cierre de fronteras hizo inviable las tareas de deportación. Hoy, apenas dos meses después de la reapertura de los CIEs, en septiembre, los internos no tienen acceso al material sanitario básico que requiere una situación de pandemia, no disponen de suficientes mascarillas quirúrgicas, no cuentan con protocolo alguno de prevención, ni tienen a su disposición un régimen de funcionamiento interno medianamente diáfano. Con las fronteras de medio mundo nuevamente cerradas, tampoco pueden ser deportados. Se encuentran en el mismo limbo de siempre. Las diferencias con respecto a las políticas sociales implementadas durante la pandemia por otros estados europeos son, en palabras de Patricia Orejudo, mucho más que sintomáticas: “En Portugal llevaron a cabo una regularización masiva en tiempo de pandemia, pero en España fue una medida que ni siquiera llegaron a plantearse. Y era sencillo seguir el rebufo de estos países, de Portugal, de Italia. Yo no creo que vayan a cerrar los CIEs, si no han hecho nada por no reabrirlos cuando tuvieron la ocasión. O cambian la ley para tener internamientos más largos; o si se recrudece la pandemia tendrán que volver a cerrar temporalmente hasta que el virus desaparezca”.

 

Un muerto es una tragedia; un millón, una estadística”

La frase ha sido siempre atribuida al dictador soviético Iósif Stalin. La pronunció, dicen, hace muchos años, en un momento histórico y un contexto muy diferentes. Pero sigue siendo rabiosamente válida, aplicable a cualquier situación en que el horror se vuelve cotidiana costumbre y los hombres y las mujeres dejan de ser hombres y mujeres para convertirse solamente en números. Sucede hoy con la pandemia. También, en cierta medida, con los CIEs. Lo simultáneo es, además, mucho más difícil de procesar, de entender, para los seres humanos que lo sucesivo. Y en ocasiones, claro, hacen falta los números. Aunque tengan rostro de persona y respiren.

Y los números dicen que en los Centros de Internamiento de Extranjeros de España han muerto al menos ocho personas. Ocho personas que estaban sanas y que no debían permanecer allí más de 60 días. Osamuyi Aikpitanyi, ciudadano nigeriano, fue uno de los primeros de los que se tiene registro. Falleció en 2007, mientras lo deportaban de regreso a Lagos. En 2009 Jonathan Sizalima se quitó la vida mientras esperaba la resolución de su devolución a Ecuador, su país natal. Un año después, en el CIE de la Zona Franca de Barcelona, Mohamed Abagui, marroquí, 22 años, falleció aguardando asistencia médica. En 2011 fue el turno de la congoleña Samba Martine, en el CIE de Aluche, con 33 años y luego de estar encerrada 38 días. Una infección pulmonar y una grave negligencia médica, que terminó quedando impune, acabaron con su vida. En enero del año siguiente, fue el guineano Idrissa Diallo el que apareció muerto en las portadas de algunos diarios. Murió la noche de Reyes de 2012, en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Barcelona. Su muerte no fue notificada a la familia. Estaba allí a la espera de ser deportado, pero ni siquiera fueron deportados sus restos. En 2013 Aramis Manukyan, armenio de nacimiento, se ahorcó en su celda con los cordones de los zapatos 12 días después de ser trasladado a la Zona Franca. Mohamed Bourdebala murió en una celda de aislamiento de Archidona, un CIE provisional de Málaga, tras pedir ayuda, en vano, durante 18 horas en el año 2017; y Marouane Abouobaida (23 años) apareció ahorcado en el CIE de Zapadores, Valencia, el 15 de julio del año pasado, una hora después de recibir una paliza. Son solo los nombres de algunos de los muertos. Los nombres de algunos de los números que conforman la estadística.

Pero los números, en el caso de los CIEs, no solo hablan de muertes que jamás deberían haber ocurrido, sino también de la ineficiencia probada de estos instrumentos de control migratorio atendiendo a sus objetivos. Y es que según los datos recopilados por ACNUR y los informes emitidos el último año por el Defensor del Pueblo en relación a los centros de privación de libertad, apenas “3.758 personas recluidas en CIEs fueron deportadas a sus países de origen”, lo que representa aproximadamente un 30% del total de internos. El resto, muchos de ellos internados pese a poseer arraigo en España y domicilio efectivo, fueron finalmente puestos en libertad con una orden de expulsión bajo el brazo. Al menos 54 de los migrantes retenidos en CIEs en 2019 eran Menores Extranjeros No Acompañados.

“Los CIEs son instrumentos de sufrimiento que están pensados y articulados para atemorizar a la población migrante. Y son completamente ineficaces. El 70% de las deportaciones que se están haciendo en España no se hacen desde CIEs, se hacen desde las comisarías. Y el 70% de las personas que pasan por un CIE no son finalmente deportadas. Entonces el CIE no sirve para nada. Sirve para castigar, para atemorizar y para el negocio de algunas personas y de algunas empresas que se lucran con el CIE. En los CIEs acaban además, generalmente, las personas que han sido objeto de una redada racista. La alternativa al CIE es su cierre, no hay otra alternativa”, sentencia, a modo de conclusión, Patricia Orejudo, miembro también del Observatorio de Racismo Institucional.

Además del de Aluche, donde se sigue librando hoy una huelga de hambre contra el abandono y el racismo institucional, existen en España otros siete Centros de Internamiento de Extranjeros en que las personas migrantes ven vulnerados sus derechos esenciales día tras día. Espacios reconvertidos en cárceles express deshumanizadas. Lugares terribles como el antiguo Cuartel de Capuchinos de Málaga, que no era apto, según las autoridades, para acoger una perrera y donde terminaron levantando un CIE. Infiernos de paso donde la vida sigue durando, en ocasiones, apenas 60 días.