ISO 50 AGENCY

Infiernos de paso

INFIERNOS DE PASO

Mateo Lanzuela

Mateo Lanzuela

Foto

Denís Lebón

Denís Lebón

Texto

Comparte y revela

Share on facebook
Share on twitter

Les llaman Centros de Internamiento de Extranjeros, pero funcionan en realidad como prisiones. Complejos penitenciarios sin carácter penitenciario. Infiernos de paso. Cárceles de corta duración que en España han cumplido ya 35 años. Son los CIEs, las abyectas salas de espera de Europa, un continente convertido hace tiempo, por méritos propios, en una inhóspita sala de espera gigante.

Nacidos en 1985 dentro del marco jurídico de la política migratoria común de la Unión Europea, los CIEs abrieron sus puertas en España con una definición, una vocación y unas líneas rojas presuntamente infranqueables. El artículo 26 de la Ley de Extranjería, que consagraba la creación de dichos recintos, era, en ese sentido, tremendamente explícita. Definía los nuevos Centros de Internamiento de Extranjeros como “establecimientos públicos con carácter no penitenciario destinados a la custodia preventiva y cautelar de migrantes para garantizar su expulsión o devolución”. Es decir, unidades de control. Espacios de tránsito. Pero toda aquella teoría tardó muy poco en convertirse en papel mojado.

Patricia Orejudo es profesora de Derecho de la Universidad Complutense y abogada de la Cooperativa Red Jurídica. También militante de la campaña estatal por el cierre de los CIE. Ha visitado, a lo largo de los años, a internos migrantes en centros de reclusión de media España. “La primera vez que entré a un CIE me pareció monstruoso. Lo único que estas personas deberían tener es una privación de libertad en espera de su expulsión, pero lo que yo vi es que ni uno solo de los derechos que se dice que garantizan a las personas internas, son realmente garantizados. La vulneración es sistemática, es grosera”, comienza diciendo, antes de profundizar en su afirmación y enumerar, una a una, las libertades y derechos fundamentales quebrantados, en su opinión, en dichos recintos: “Los CIE, por definición, son centros no penitenciarios, pero si hubieran sido prisiones habrían tenido al menos un control judicial, y hasta el año 2009 no ha habido un solo juez que velara por sus derechos. Se trata de personas que no han cometido ningún delito, pero no tienen derecho a la intimidad, a la vida familiar y los derechos a las visitas también están vulnerados. Están hacinados, comparten celda, tienen una asistencia médica muy precaria y ninguna asistencia psicológica. Las condiciones son muchísimo peores que las de las prisiones. Hay personas que pasaron primero por prisión y después por un CIE y aseguran que estaban mucho mejor en la cárcel. Lo que no cabe para una prisión, cabe para un CIE”, sentencia.

Los delitos por los que las personas migrantes acaban siendo internadas en los CIEs jamás guardan relación alguna con el ámbito penal. Son faltas de orden administrativo, es decir, relacionadas con los “papeles”, con algún tipo de irregularidad en sus permisos de residencia. El tiempo máximo de estancia en estos centros no puede exceder por ley, en España, los 60 días. Pero nada es nunca lo que parece en la sala de espera de Europa. Caben muchas atrocidades en un lapso de 60 días.

 

Ahí enfrente torturan a la gente”

Es domingo frente a la fachada principal del madrileño CIE de Aluche. Una concentración integrada por unas 300 personas, convocada por la plataforma CIEs No, trata de trasladar su solidaridad a los internos recluidos en el centro. 41 de ellos, de nacionalidad argelina, llevan en huelga de hambre desde el miércoles. Han decidido tomar esta medida para intentar visibilizar la situación de vulnerabilidad extrema en la que se encuentran. No demandan solo “libertad” sino también, y sobre todo, con la que está cayendo, “seguridad”, unas garantías mínimas de no contagiarse. Las condiciones de higiene y salubridad en las instalaciones, de habitabilidad, de dignidad humana, no alcanzan a respetar los estándares mínimos. Siempre han sido precarias, pero hoy, en plena efervescencia de la segunda ola de la pandemia de la Covid-19, preocupan más que nunca. Tienen hambre, pero sobre todo miedo. “Hay muchas personas internas en contacto constante con personas que vienen del exterior. Y comparten habitación, comparten celda. ¿Cómo puedes asegurar que no hay contagio cuando tienes a cuatro, cinco o seis personas durmiendo en la misma habitación? Si hay un brote, afecta a todos”, advierte Orejudo.

Los manifestantes empuñan pancartas con consignas que claman por la derogación de la Ley de Extranjería. También profieren cánticos corales con lemas como “Ahí enfrente torturan a la gente” o “CIES, rejas, redadas y fronteras, así se construye la riqueza europea”. Desde el interior de las instalaciones una voz ahogada grita “Libertad”.

El 6 de mayo, 53 días después de que el gobierno decretara el Estado de Alarma en España para tratar de doblegar la curva de contagios, se procedió a la liberación del último interno recluido en un CIE. Era la primera vez que los Centros de Internamiento de Extranjeros se vaciaban en el país en 35 años. La medida no se tomó, sin embargo, para proteger del virus a los migrantes; sino para liberarse de su tutela una vez que el cierre de fronteras hizo inviable las tareas de deportación. Hoy, apenas dos meses después de la reapertura de los CIEs, en septiembre, los internos no tienen acceso al material sanitario básico que requiere una situación de pandemia, no disponen de suficientes mascarillas quirúrgicas, no cuentan con protocolo alguno de prevención, ni tienen a su disposición un régimen de funcionamiento interno medianamente diáfano. Con las fronteras de medio mundo nuevamente cerradas, tampoco pueden ser deportados. Se encuentran en el mismo limbo de siempre. Las diferencias con respecto a las políticas sociales implementadas durante la pandemia por otros estados europeos son, en palabras de Patricia Orejudo, mucho más que sintomáticas: “En Portugal llevaron a cabo una regularización masiva en tiempo de pandemia, pero en España fue una medida que ni siquiera llegaron a plantearse. Y era sencillo seguir el rebufo de estos países, de Portugal, de Italia. Yo no creo que vayan a cerrar los CIEs, si no han hecho nada por no reabrirlos cuando tuvieron la ocasión. O cambian la ley para tener internamientos más largos; o si se recrudece la pandemia tendrán que volver a cerrar temporalmente hasta que el virus desaparezca”.

 

Un muerto es una tragedia; un millón, una estadística”

La frase ha sido siempre atribuida al dictador soviético Iósif Stalin. La pronunció, dicen, hace muchos años, en un momento histórico y un contexto muy diferentes. Pero sigue siendo rabiosamente válida, aplicable a cualquier situación en que el horror se vuelve cotidiana costumbre y los hombres y las mujeres dejan de ser hombres y mujeres para convertirse solamente en números. Sucede hoy con la pandemia. También, en cierta medida, con los CIEs. Lo simultáneo es, además, mucho más difícil de procesar, de entender, para los seres humanos que lo sucesivo. Y en ocasiones, claro, hacen falta los números. Aunque tengan rostro de persona y respiren.

Y los números dicen que en los Centros de Internamiento de Extranjeros de España han muerto al menos ocho personas. Ocho personas que estaban sanas y que no debían permanecer allí más de 60 días. Osamuyi Aikpitanyi, ciudadano nigeriano, fue uno de los primeros de los que se tiene registro. Falleció en 2007, mientras lo deportaban de regreso a Lagos. En 2009 Jonathan Sizalima se quitó la vida mientras esperaba la resolución de su devolución a Ecuador, su país natal. Un año después, en el CIE de la Zona Franca de Barcelona, Mohamed Abagui, marroquí, 22 años, falleció aguardando asistencia médica. En 2011 fue el turno de la congoleña Samba Martine, en el CIE de Aluche, con 33 años y luego de estar encerrada 38 días. Una infección pulmonar y una grave negligencia médica, que terminó quedando impune, acabaron con su vida. En enero del año siguiente, fue el guineano Idrissa Diallo el que apareció muerto en las portadas de algunos diarios. Murió la noche de Reyes de 2012, en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Barcelona. Su muerte no fue notificada a la familia. Estaba allí a la espera de ser deportado, pero ni siquiera fueron deportados sus restos. En 2013 Aramis Manukyan, armenio de nacimiento, se ahorcó en su celda con los cordones de los zapatos 12 días después de ser trasladado a la Zona Franca. Mohamed Bourdebala murió en una celda de aislamiento de Archidona, un CIE provisional de Málaga, tras pedir ayuda, en vano, durante 18 horas en el año 2017; y Marouane Abouobaida (23 años) apareció ahorcado en el CIE de Zapadores, Valencia, el 15 de julio del año pasado, una hora después de recibir una paliza. Son solo los nombres de algunos de los muertos. Los nombres de algunos de los números que conforman la estadística.

Pero los números, en el caso de los CIEs, no solo hablan de muertes que jamás deberían haber ocurrido, sino también de la ineficiencia probada de estos instrumentos de control migratorio atendiendo a sus objetivos. Y es que según los datos recopilados por ACNUR y los informes emitidos el último año por el Defensor del Pueblo en relación a los centros de privación de libertad, apenas “3.758 personas recluidas en CIEs fueron deportadas a sus países de origen”, lo que representa aproximadamente un 30% del total de internos. El resto, muchos de ellos internados pese a poseer arraigo en España y domicilio efectivo, fueron finalmente puestos en libertad con una orden de expulsión bajo el brazo. Al menos 54 de los migrantes retenidos en CIEs en 2019 eran Menores Extranjeros No Acompañados.

“Los CIEs son instrumentos de sufrimiento que están pensados y articulados para atemorizar a la población migrante. Y son completamente ineficaces. El 70% de las deportaciones que se están haciendo en España no se hacen desde CIEs, se hacen desde las comisarías. Y el 70% de las personas que pasan por un CIE no son finalmente deportadas. Entonces el CIE no sirve para nada. Sirve para castigar, para atemorizar y para el negocio de algunas personas y de algunas empresas que se lucran con el CIE. En los CIEs acaban además, generalmente, las personas que han sido objeto de una redada racista. La alternativa al CIE es su cierre, no hay otra alternativa”, sentencia, a modo de conclusión, Patricia Orejudo, miembro también del Observatorio de Racismo Institucional.

Además del de Aluche, donde se sigue librando hoy una huelga de hambre contra el abandono y el racismo institucional, existen en España otros siete Centros de Internamiento de Extranjeros en que las personas migrantes ven vulnerados sus derechos esenciales día tras día. Espacios reconvertidos en cárceles express deshumanizadas. Lugares terribles como el antiguo Cuartel de Capuchinos de Málaga, que no era apto, según las autoridades, para acoger una perrera y donde terminaron levantando un CIE. Infiernos de paso donde la vida sigue durando, en ocasiones, apenas 60 días.

Chile entierra a Pinochet

CHILE ENTIERRA A PINOCHET

Mateo Lanzuela

Mateo Lanzuela

Foto

Denís Lebón

Denís Lebón

Texto

Comparte y revela

Share on facebook
Share on twitter

Mientras Valentina, Francisco, Cote y Constanza caminan por la calle en Madrid en dirección al Consulado, recuentan los sufragios en Australia. La opción del Apruebo ha arrasado ya en las urnas de Nueva Zelanda con un 93% de los votos y en Chile aún es noche cerrada. Todo sucede en el mismo momento, pero no a la misma hora. La jornada electoral más importante de este siglo para el país sudamericano, la del Plebiscito Nacional, está a punto de dar comienzo, pero ya ha concluido, en más de un sentido, antes de que los locales de votación abran sus puertas en el territorio de las 16 regiones chilenas. Tiene sentido que pase algo así en un lugar como Chile -uno de esos países que cargan permanentemente con su pasado a cuestas-, que sea difícil discernir con claridad dónde empieza y dónde termina todo. Si lo que sucede, lo que está aconteciendo, es el principio o el final de la historia.

Para Valentina es el principio. Nació en 1988, el mismo año que el pueblo chileno, por medio de otro histórico Plebiscito, aceleró la salida del poder de un Pinochet que aspiraba a perpetuarse en el puesto diez años más. La opción del No logró imponerse en aquella ocasión con un 56% de los sufragios. Era la primera elección verdaderamente democrática que se convocaba en el país desde el Golpe de Estado del 73. Votaron casi todos. Un 90% del censo convocado. Y triunfó el rechazo a la Dictadura. Hoy el Plebiscito es diferente, porque por primera vez en la historia del país, está formulado en positivo. Ya no se pregunta por la posibilidad de liberarse de algo, sino de construir algo nuevo.

A las 8 de la mañana, las 44.687 mesas electorales habilitadas para el Plebiscito se encuentran dispuestas en Chile. Las puertas del Consulado General en España, situado en la calle Rafael Calvo de Madrid, llevan ya cuatro horas abiertas. Hace frío y la fila para ejercer el derecho constitucional a voto es interminable. Recorre varias manzanas. El tiempo medio de espera que deben aguardar los chilenos residentes en la capital española para depositar su voto, bordea las tres horas. Francisco es uno de ellos. Tenía nueve años el día del histórico triunfo del No en el último Plebiscito. Recuerda perfectamente la campaña, las franjas publicitarias que dominaban la parrilla televisiva, los spots dirigidos a movilizar a los votantes partidarios de una y otra alternativa. Aquel “Chile, la alegría ya viene” que resonaba en las calles aquellos días. Y que no terminó de venir del todo. No hasta estos otros días. Es partidario del Apruebo. Procede de una familia tradicionalmente de izquierdas aunque su hermano -reconoce- votará esta vez por el Rechazo. Mientras las urnas comienzan a llenarse de votantes en Chile, llegan nuevos resultados oficiales del extranjero, de latitudes lejanas. Igual de contundentes que el primero. Exactamente igual de incontestables. En Australia (84,4 %), Japón (88,6%) y Corea del Sur (85,7%) han aprobado, con una mayoría aplastante, la redacción de una nueva Carta Magna. También la opción de que el órgano encargado de hacerlo sea una Convención Constitucional, es decir, 100% ciudadana, el otro motivo de la consulta.

Plebiscito nacional de Chile. 25 de octubre 2020, Madrid, España. De los 59 mil chilenos residentes en el extranjero que podrán votar en el plebiscito nacional, España ocupa el tercer puesto en número de posibles electores con 6.267. Según datos del SERVEL, participaron 3.564 electores que llegaron a esperar un promedio de tres horas para poder ejercer su derecho a voto. © ISO 50

Con el horario preferencial para el voto de las personas mayores ya en marcha en Madrid (una de las medidas especiales adoptadas con motivo de la pandemia) las calles chilenas comienzan a llenarse de votantes. La mayoría jóvenes. Muchos de ellos nuevos. La emoción y la expectación flotan en el aire. “Está viniendo mucha gente a votar con relación a las votaciones anteriores, las elecciones municipales y presidenciales. Ha habido algunas situaciones de colapso en los locales por las medidas especiales de la pandemia, pero se nota que la gente lo está viviendo como un proceso histórico, que lo percibe así. Hay sobre todo mucho público joven, muchos jóvenes que recién por primera vez votan. Está siendo muy masiva la concurrencia”, explica, a pie de urna, Felipe Sasso, secretario de mesa en un local de votación situado la comuna de San Fernando, en el centro del país.

A las 4 de la tarde, Constanza Portigliati, otra ciudadana chilena residente en España, logra depositar por fin su voto en el Consulado. Acaba de introducir en la urna las dos papeletas con las opciones “Apruebo” y “Convención Constitucional” marcadas con bolígrafo azul. Está emocionada, exultante. “Creo que este es un proceso que por primera vez unifica y da identidad y sensación de pertenencia a todos los chilenos. Creo que eso es lo más importante, que por fin todos nos sentimos identificados con el proceso y parte del cambio”, sentencia. La jornada electoral sigue transcurriendo con normalidad en suelo chileno, sin incidentes, mientras en Madrid continúa lloviendo.

El cierre de las mesas electorales en buena parte de Europa coincide con la llegada de los primeros votantes a la Plaza Dignidad, en el corazón de Santiago. Hace exactamente un año, el 25 de octubre de 2019, el lugar fue el escenario de la concentración más masiva que dejó el estallido social. Congregó a casi un millón y medio de personas solo en la capital. Y a al menos tres a lo largo de todo el país. Fue apodada “la marcha más grande Chile” y, para muchos, también el detonante de la consecución de este Plebiscito. Ningún otro día de aquella larga primavera se saldó con un mayor número de heridos. Pero esta vez los manifestantes no han venido a protestar, sino a festejar por anticipado la victoria que precede al escrutinio.

Plebiscito nacional de Chile. 25 de octubre 2020, Madrid, España. Por primera vez en la historia de Chile, el Plebiscito se había planteado en términos diferentes, estaba formulado en positivo. Al ser preguntados por ¿quiere usted una Nueva Constitución?, las dos posibles respuestas eran Apruebo y Rechazo. Mientras que para la elección del órgano que debería redactarla, la posibilidades eran Convención Constitucional, integrada exclusivamente por miembros elegidos popularmente, o Convención Mixta Constitucional, integrada en partes iguales por miembros elegidos popularmente y parlamentarios o parlamentarias en ejercicio. © ISO 50

Exactamente igual que celebraba el triunfo del No, hace 32 años en la ciudad de Rancagua, el abuelo de Cote Quiroga. “Se lo llevaron a Comisaría por estar subido, festejando, sobre el caballo de O’Higgins. Estaba muy feliz ese día. Mi abuelo estuvo detenido un tiempo y creemos que fue torturado, pero nunca contó nada. Él era exonerado político, es decir, que por haber trabajado para el gobierno de Allende en Rancagua, después no lo dejaron trabajar en Dictadura. Por eso también, cuando yo era pequeña, nos regalaban visitas y allanamientos constantemente los pacos y los milicos”, rememora la mujer, de 38 años, mientras aguarda en una casa de Madrid, acompañada de cuatro compatriotas, los resultados oficiales del Plebiscito.

Cuando el escrutinio del Consulado General es por fin efectivo (3.193 votos a favor del Apruebo por 368 del Rechazo y 3.113 para la Convención Constitucional frente a los 389 de la Mixta), Plaza Dignidad comienza a adquirir ya el color de las grandes citas. La palabra “Renace” es proyectada en letras mayúsculas sobre la fachada de uno de los edificios contiguos. Se cierran las mesas electorales a lo largo de todo el país y comienza el recuento de votos. En Nueva Zelanda ya es día 26 y la fiesta del Apruebo no ha hecho más que comenzar en Chile.

Con el 27% de los votos escrutados, el presidente de la República, Sebastián Piñera, comparece frente al palacio presidencial de La Moneda. El triunfo del Apruebo y de la Convención Constitucional aún no es oficial, pero sí inevitable y efectivo. La melodía de la canción “El baile de los que sobran”, del grupo chileno Los Prisioneros, compuesta en 1986 y adoptada como himno popular de las protestas durante el estallido, se filtra desde una de las viviendas adyacentes a la plaza. Observando la estampa de la celebración ciudadana se diría que ya no sobran tantos en el baile. Que los que sobran son otros. O que la música hoy suena por fin diferente. El toque de queda cuenta hoy con un horario excepcional y se extiende en hasta la una de la madrugada en Chile. En Madrid está a punto de amanecer de nuevo. Es difícil saber si es así como empieza la historia o como termina.

Plebiscito nacional de Chile. 25 de octubre 2020, Madrid, España. El Consulado Chileno en Madrid aplicó las medidas sanitarias exigidas por el SERVEL, Servicio Electoral, “un Plebiscito más seguro” debido a la COVID-19. Entre ellas se permitía el uso de bolígrafo azul, que debía ser llevado por cada elector para firmar el padrón de mesa y poder votar, cámaras secretas sin cortinas, horario de votación extendido a 12 horas, distancia física en todo momento, horario exclusivo para mayores de 60 años, uso obligatorio de mascarillas, higiene de manos, ingreso a los locales sin acompañantes y aforo máximo en los locales de votación. © ISO 50

 

El fin de la Transición

Existen dos factores que confieren una dimensión histórica a los resultados arrojados ayer por el Plebiscito Nacional celebrado en Chile. El primero, claro, guarda relación con la extraordinaria importancia que supone la aprobación de la reforma integral de una constitución heredada directamente de la Dictadura, así como del órgano elegido para redactarla, una Convención Constitucional. La segunda, y no menos importante, tiene que ver con lo numérico, con la incuestionable legitimidad que aporta al proceso constituyente que hoy comienza la cifra histórica de participación (la más alta tras el fin de la Dictadura) y lo rotundo de los resultados en todas sus líneas. Es difícil no hablar de mayoría aplastante con un 78,3% de los electores votando por la opción del Apruebo. O no referirse a un Plebiscito legítimo con 7.562.173 personas acudiendo a las urnas a votar en plena pandemia. Nunca, de hecho, había concurrido tanta gente a unos comicios desde que el voto es voluntario en el país, en 2012. Ni tampoco antes. Porque el índice de participación (cercano al 51%) sí que había llegado a alcanzar cotas mayores en el pasado, pero en términos absolutos jamás tantas personas habían ejercido su derecho constitucional en Chile un mismo día.

El triunfo del Apruebo no solo fue incontestable, sino también transversal. La opción fue la más votada entre los integrantes de todos los grupos etarios, la preferida en todas las regiones del país y la ganadora – se dice pronto – en 341 de las 346 comunas que conformaban el universo electoral. Tan solo en Colchane (Tarapacá), la Antártica y el tridente conformado por Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea (en la Región Metropolitana), lugar de residencia de los sectores más poderosos y acomodados del país, recibió mayor número de sufragios la alternativa del Rechazo. Los jóvenes de entre 18 y 34 años (motor auténtico del estallido), las mujeres y los ciudadanos pertenecientes a estratos socioeconómicos más bajos, se decantaron por el Apruebo, según los sondeos de la agencia Cadem, en promedios superiores, en todos los casos, al 80%.

Pero si bien el triunfo del Apruebo, encuestas en mano, parecía cantado; más dudas generaba la elección del órgano encargado de redactar la nueva constitución. La posibilidad de que los votantes del Rechazo pudieran elegir también si preferían una Convención Constitucional o una Mixta para tal efecto, no solo generaba suspicacias, sino que también estiraba el suspense. Con un 78,9% de los votos, la Convención Constitucional terminó imponiéndose, situando de paso al país a las puertas de otro acontecimiento histórico. Y es que jamás un órgano integrado por ciudadanos elegidos exclusivamente para esa función, escrupulosamente paritario y votado de forma directa, ha sido el encargado de redactar una Constitución en ningún lugar del mundo.

Plebiscito nacional de Chile. 25 de octubre 2020, Madrid, España. La alegría no se hizo esperar entre los chilenos que asistieron al Consulado Chileno en Madrid para votar en el Plebiscito 2020. De los 3.564 votos emitidos en total en España, 3.193 correspondieron al Apruebo, lo que supone un aplastante 89,67% frente a los 368 del Rechazo (10,33%). © ISO 50

Una Convención integrada por 155 miembros elegidos en las urnas por el pueblo chileno el próximo 11 de abril de 2021, que dispondrán de un plazo de seis meses, prorrogable tres meses más, para elaborar el texto de la nueva Constitución del país. Las disposiciones del borrador final, que deberán ser aprobadas por al menos dos terceras partes de los constituyentes, serán sometidas a un referéndum final de voto obligatorio que deberá contar, necesariamente, con el respaldo de más del 50% de los electores. Solo entonces, y en un plazo de 10 días, entrará en vigor la nueva Carta Magna.

El camino que conduce a la aprobación de la cuarta constitución política del pueblo chileno, que no estará vigente hasta 2022, es todavía largo y plagado de interrogantes. Romper definitivamente con el espíritu de un texto fundamental heredado de la Dictadura e influenciado por los postulados neoliberalistas de la Escuela de Chicago, se antoja ya como el más difícil de los desafíos. El papel hasta ahora subsidiario del Estado, embrión de las principales desigualdades que dominan el país, su nulo intervencionismo y su falta de atribuciones y competencias en asuntos de interés general como la prestación de servicios esenciales o la distribución de los recursos, deberá ser necesariamente evaluado. También el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas (ausente en la actual constitución), la privatización de los recursos básicos o el grado de sometimiento del conjunto del país a las leyes del mercado, entre otras muchas materias. Solo entonces habrá culminado verdaderamente la transición en suelo chileno, cuando la constitución de Pinochet quede también enterrada.

Plebiscito nacional de Chile. 25 de octubre 2020, Madrid, España. A la 1:25 de la mañana, hora en España y con un total del 27,52% de las mesas escrutadas, el Presidente Sebastián Piñera emitió un discurso tras el inminente triunfo del Apruebo. En Madrid, un grupo de chilenas y chilenos sigue con atención, emoción y nervios, la evolución de los escrutinios desde el extranjero. © ISO 50

El día del eufemismo

EL DÍA DEL EUFEMISMO

Mateo Lanzuela

Mateo Lanzuela

Foto

Denís Lebón

Denís Lebón

Texto

Comparte y revela

Share on facebook
Share on twitter

Dice la RAE que un eufemismo es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Tomando en cuenta esta definición, tal vez el 12 de octubre debería ser rebautizado como el “Día del Eufemismo”, porque llamarlo por su nombre, al parecer, es todavía, cinco siglos después, demasiado duro o malsonante para algunos. Y es que nada o casi nada de lo que se hace, se dice y se conmemora este día, guarda un mínimo de consideración semántica con la efeméride a la que alude. Todo es suavidad y decoro formal, o lo que es lo mismo, ausencia de rigor, de dignidad y de respeto.  

El “Día de la Hispanidad”, nombre que recibe en España la jornada en la que se conmemora el desembarco de Cristóbal Colón en Guanahuaní (Bahamas), el 12 de octubre de 1492, bien podría denominarse el “Día de la Conquista de América”, el “Día de la Expansión Imperialista”, el “Día de la Cruzada Cristiana” o, directamente, el “Día del Genocidio”, por aquello de economizar palabras. La visión etnocentrista de los hechos, tan propia de occidente, explica su actual designación.

Lo que se entiende menos, en el caso particular de España, que el pasado lunes volvió a sacar brillo a sus banderas y a algunas de sus desteñidas instituciones para vestirse de fiesta, es la liturgia de la ceremonia, la forma de celebrar. Todo ese protocolo de tanques y aeronaves. Cuesta entender el sentido de semejante despliegue militar para honrar una fecha que conmemora, presuntamente, el diálogo entre culturas. Sacar a las fuerzas armadas a la calle, organizar un solemne desfile militar y acompañarlo de acrobacias aéreas, no se antoja, a simple vista, la manera más coherente de festejar un hermanamiento.

Igualmente curioso -por no decir casi delirante- es el nombre que recibe dicha festividad en algunos países latinoamericanos. El “Día de la Raza” es el más extendido de todos. Así llaman al 12 de octubre -formal o informalmente y con algunas variaciones- en Chile, Colombia, Costa Rica, México, Honduras o El Salvador. Así se llamaba también en la España franquista. Pero lo verdaderamente delirante no es el nombre en sí mismo -de un supremacismo difícil de enmascarar- sino la alusión a un concepto, el de raza, que además de suponer una auténtica aberración biogenéticamente hablando, fue el utilizado precisamente por los colonos para justificar su invasión. “El Día del Respeto a la Diversidad Cultural” (Argentina); el “Día de la interculturalidad y la plurinacionalidad” (Ecuador); el “Día de la resistencia Indígena, Negra y Popular (Nicaragua); el “Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural” (Perú); o el “Día de la Resistencia Indígena” (Venezuela) sí que parecen querer reivindicar al bando oprimido. Me imagino que hay tantas denominaciones posibles para la fecha como maneras de interpretar la historia. O de querer edulcorarla.

Pero resulta difícil, muy difícil, edulcorar, si se tiene un poco de perspectiva, un mínimo de sentido crítico, lo sucedido en el continente americano durante más de cuatro siglos. Hace falta mucho azúcar para tragarse la historia de la expansión cultural, del progreso, de la lengua, de la fe cristiana, de los animales de carga, la rueda, el papel o la pólvora (sobre todo la pólvora). Hace falta mucho azúcar para que sepan bien 60, 70 u 80 millones de muertos, según la fuente. Para poder digerirlos. Es necesario hacer una lectura muy sesgada, muy parcial de los acontecimientos, para quedarse con que las Leyes de Burgos (1512) humanizaban la figura de los esclavos, les reservaban ciertas libertades y podrían ser consideradas, como afirman todavía algunos expertos, precursoras del ordenamiento internacional en materia de derechos humanos. Es sesgado porque significa obviar todo lo otro; la encomienda, el requerimiento, los visitadores. Todas esas instituciones creadas en el continente para obligar a las personas, ya esclavizadas, a abrazar la religión bajo amenaza de muerte. Porque los todavía rebeldes, los todavía pecadores, los todavía infieles, sí que podían ser exterminados por derecho. “Guerra justa”, le llamaban en ese tiempo. Aunque lo que estaban cometiendo, en realidad, de manera también pionera, era un genocidio, es decir, “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Llamarlo hoy de otra manera implica necesariamente utilizar otro eufemismo.

Volviendo al 12 de octubre, es decir, a la conmemoración anual de la efeméride, no puedo evitar acordarme de todos esos eufemismos que siguen vigentes hoy en día y que tienen su origen, de una manera u otra, en la llamada “conquista” o “descubrimiento” de América. En Chile, por ejemplo, hay quienes continúan refiriéndose a España como la madre patria, aunque dudo mucho que tal designación tenga algo que ver, a estas alturas, con su poder reproductivo. Supongo que atiende más bien a su capacidad de influencia, de control. Cómo explicar si no que 528 años después de desembarcar en el continente y expoliar sus recursos naturales, servicios e infraestructuras básicas como el agua, las carreteras o el sistema de transporte sigan estando hoy en manos de multinacionales españolas.

Porque esa es también una herencia colonial, perfectamente visible a lo largo y ancho de América Latina. Esa huella indeleble de quienes nunca llegaron a marcharse; de quienes volvieron, pasado un tiempo, para derrapar por las autopistas recién inauguradas del neoliberalismo; o de los que se fueron dejando escrito en un papel, antes de irse, un número de cuenta y un domicilio fiscal. Porque en Chile, en este Chile, pero también en México, Perú, Argentina, Colombia y tantas otras ex colonias de ultramar, la madre patria, la infanticida madre patria, rejuvenecida hoy, europeizada, inflada de botox y de Ibex 35, no ha dejado nunca de ejercer su tutela.

El mal llamado conflicto mapuche, es decir, la reivindicación por parte de las comunidades y los pueblos originarios de la región de su espacio de identidad cultural y de sus tierras ancestrales, es también una extensión, una prolongación y una consecuencia directa de aquellos siglos de dominio. La estigmatización y la persecución que padecen hunde sus raíces también en aquella época. Porque la existencia de esa madre patria anula toda posibilidad de construcción de una identidad y una cultura propias. Y segrega. También segrega. Afirmaciones del tipo: “Yo no soy descendiente de mapuches, soy descendiente de europeos”, tan comunes y repetidas en las calles chilenas, son, en mi opinión, altamente peligrosas. Porque es muy dañina y muy injusta esa concepción de los hechos. Porque declararse con orgullo hijo único de la colonización implica también, de alguna manera, negar el genocidio. Y el negacionismo suele ser un mal aliado del progreso. Lo explicaba muy bien Eduardo Galeano: “La guerra vecinal es una especialidad latinoamericana. Hemos sido diseñados, como países, para odiarnos entre nosotros. Es lo peor de la herencia colonial. Hay otras herencias coloniales, como la de la impotencia. Esa que te dice: ‘Nunca vas a poder, eso no se puede, nunca vas a ser capaz’. La condena de ser espectadores de la historia hecha por otros”. Una historia que regresa cada 12 de octubre, cada vez más romantizada, más neutral y más aséptica. Cada vez con más espectadores excluidos del juego.

Todos los días es octubre

TODOS LOS DÍAS ES OCTUBRE

Mateo Lanzuela

Mateo Lanzuela

Foto

Denís Lebón

Denís Lebón

Texto

Comparte y revela

Share on facebook
Share on twitter

No pudieron elegir un lugar más representativo para intentar matarlo. No pudieron escoger un enclave más simbólico que el puente Pío Nono, esa lengua de cemento que comunica el barrio Bellavista con la rebautizada Plaza Dignidad, bastión de todas las protestas durante el estallido social. No pudieron seleccionar tampoco un escenario de fondo más expresivo que ese río Mapocho que es mucho más metáfora que río; ni un marco temporal más paradigmático que octubre. Aunque hace tiempo ya que en Chile siempre es octubre.

Sucedió el pasado viernes, durante el transcurso de una de esas protestas que son el pan de cada día en Santiago desde hace 12 meses, y en las que se protesta, precisamente, porque no falte el pan cada día sobre la mesa. Un manifestante de 16 años fue empujado por un carabinero al río Mapocho desde la cornisa del puente, situada a unos ocho metros de altura. Lo vieron todos. Se fracturó las muñecas y sufrió un severo traumatismo craneoencefálico que a punto estuvo de costarle la vida. La brigada de las fuerzas especiales desplegada en el lugar se negó a prestarle auxilio. Las aguas del Mapocho, ese río embravecido y poco profundo; esa cicatriz de agua; esa vena abierta que recorre toda la ciudad dividiendo y segregando, seleccionando y clasificando a sus habitantes; se tiñeron entonces de rojo con la sangre de un adolescente, de un niño al que los funcionarios públicos encargados de su protección intentaron matar primero y dejaron morir más tarde.

Pero no murió. Anthony Araya no murió porque otros lo salvaron. Lo recogieron del lecho del río, donde yacía inconsciente y bocabajo, y lo trasladaron a la clínica Santa María, el centro hospitalario en el que días más tarde los agentes del orden volvieron a cargar contra sus familiares y amigos, allí concentrados, y donde hoy se recupera de sus graves lesiones en calidad de detenido. No de víctima. De detenido. Detenido, tal vez, porque la versión oficial de Carabineros continúa insistiendo -pese a la incontestable evidencia de las imágenes- en la existencia de un forcejeo previo que jamás llegó a producirse. O porque tras revisar esas mismas evidencias, los principales medios de comunicación del país prefirieron contar la historia a su manera disfrazando de “caída involuntaria” un intento de homicidio frustrado. Y es que Anthony Araya no se tiró al río, lo tiraron. No se precipitó desde lo alto del puente, lo empujaron. No estuvo a punto de morir, sino muy cerca de ser asesinado.

En diciembre del año pasado, el mismo gobierno que hoy investiga a Araya en régimen de detenido, no dudó en presentar una querella criminal contra dos manifestantes acusados de lanzar al río, en pleno estallido social y desde el puente Pío Nono, una motocicleta de Carabineros. Era el mismo río. Exactamente el mismo puente. Pero era una motocicleta y no un niño de 16 años. Cuesta entender esa doble moral, descifrar ese doble rasero. Cuesta aceptar que pueda existir un sistema en el que valga menos la vida de una persona que un amasijo de hierros.

Así comenzó octubre, este octubre, en aquel lado del océano. Como si fuera todavía octubre del año pasado, como si no hubiera cambiado nada, como si no hubiera pasado el tiempo. Siempre he tenido la impresión de que en Chile no han sabido hacerse bien las cuentas de la historia. Y por eso el resultado nunca cuadra. No puede dar exacto. Siempre hay algún número colgando, alguna cifra en la operación que arrastras, que te llevas y que al final acaba volviendo. Por eso hoy se ha vuelto a luchar por lo mismo por lo que se luchaba antes. Las mismas libertades y los mismos derechos. Y por eso esta violencia, esta brutalidad policial, estatal, sistemática y sistémica, recuerda tanto a la de aquellos años de dictadura. Porque el pasado, en un país que no ha encontrado aún reparación ni justicia, es como un boomerang; siempre vuelve.

Y es precisamente también por eso que resulta imposible interpretar o tratar de entender este nuevo estallido social, este nuevo octubre chileno, desligándolo de ese otro octubre de hace 12 meses. Porque hay sangre en el río y las heridas siguen abiertas. Porque según los datos del Ministerio de Salud de Chile, más de 13.000 personas resultaron heridas el año pasado durante los dos primeros meses de protestas. Porque se registraron en la Fiscalía más de 2.500 denuncias por violaciones de los derechos humanos, de las cuales al menos 1.500 guardaban relación con algún tipo de tortura o trato degradante, y más de un centenar denunciaban algún delito de carácter sexual protagonizado por funcionarios públicos. Porque murieron al menos 31 personas. Porque según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) se empleó en Chile durante dicho período contra los manifestantes “armamento de uso militar y munición real potencialmente letal de manera injustificada, generalizada e indiscriminada, apuntando en ocasiones a la cabeza”. Porque se registraron más de 350 casos de traumas y lesiones oculares como consecuencia de esos disparos. Porque de acuerdo a la información recogida en el último informe de Amnistía Internacional para América Latina y el Caribe, durante los meses que duró el estallido social se atropelló a manifestantes, se empleó la violencia contra personas ya detenidas, se hizo un uso excesivo de los gases lacrimógenos, se suspendieron derechos y libertades básicas con la declaración del Estado de Emergencia y quedó probado el ejercicio, por parte de las fuerzas del orden, de actos de “represión policial, tortura y detenciones masivas”.

Todo eso ocurrió hace menos de un año, mientras las chilenas y los chilenos protestaban en la calle por la subida en el precio del transporte público, por la privatización del agua, la salud, la educación o las pensiones, por la precariedad laboral, por la ausencia de cualquier política de paridad de género o por la estigmatización y criminalización sistemática de los pueblos indígenas, entre otras cuestiones. Fue en octubre, antes de conquistar en las calles la celebración de un Plebiscito para reformar la constitución, que se llevará a cabo finalmente el próximo día 25. Antes de que la pandemia del Coronavirus sofocase la revolución, se cobrase la vida de más de 13.000 personas y pusiese al descubierto todas esas flaquezas del sistema que los manifestantes denunciaban. Antes de que Anthony Araya fuera lanzado al río por un agente uniformado.

Es por eso que esta revolución que hoy prosigue y avanza con ánimo renovado es, en realidad, aquella misma revolución del octubre pasado. Una revolución enorme que reclama, en realidad, condiciones mínimas, que no demanda nada ilógico ni irrealizable. Porque la revolución, a fin de cuentas, no suele versar casi nunca sobre conseguir algo más, sino sobre recuperar algo que faltaba. La revolución chilena cumple este mes un año en marcha y tiene rostro de niño. Y de mujer. Y de mapuche. Hace tiempo que en Chile todos los días es octubre.

Carta a un policía

CARTA A UN POLICÍA

Mateo Lanzuela

Mateo Lanzuela

Foto

Denís Lebón

Denís Lebón

Texto

Comparte y revela

Share on facebook
Share on twitter

Ha pasado casi una semana desde que te vi por televisión, desempeñando tus funciones de trabajo frente a la Asamblea de Madrid, en el distrito de Puente de Vallecas. Demasiado tiempo para un policía, que cada día presta un servicio, que patrulla sin descanso las calles de la ciudad para cumplir con su honorable misión de proteger a la ciudadanía. Han transcurrido ya seis días, pero seguro que sabes de lo que te hablo. Me imagino que puedo tutearte. Ya lo estoy haciendo, pero ¿cómo dirigirme si no a alguien que vela a diario por mi seguridad, mi libertad y mis derechos?

Eran las siete y pico de la tarde y habías acudido a Vallecas a disolver una concentración de vecinos que protestaban contra los confinamientos selectivos de los barrios del sur y los recortes en materia de sanidad. No había demasiada gente. Tal vez 300 ó 500 personas, es difícil saberlo. Me imagino que a pie de calle, en primera línea, las aglomeraciones deben parecer siempre inmensas. Hay que estar en tu pellejo. La protesta, al menos por televisión, parecía pacífica, pero acabasteis interviniendo. Detuvisteis a cuatro tipos y les disteis un buen correctivo. Yo no pude apreciar en las imágenes provocación alguna, pero qué sabré yo de provocaciones. Los agentes del orden estáis ahí para protegernos. Seguro que os provocaron.

Lo que se veía en las imágenes es que esas personas estaban entonando algunos cánticos en grupo. Demandaban refuerzos en las plantillas de atención primaria, contratación de rastreadores y cosas por el estilo. Nimiedades. También se quejaban porque su distrito, ese distrito en el que estabais, formaba parte del territorio confinado arbitrariamente por el gobierno regional para contener el avance de la pandemia. Parecía una manifestación oportuna, coherente, pero me imagino que no lo era. ¿A quién se le podría haber ocurrido que aquel era un buen momento para salir a la calle a protestar? La concentración comportaba un riesgo extraordinario, por eso estabais vosotros allí, desde antes incluso de que comenzara, flanqueados por varias ambulancias del Samur, adelantándoos a los acontecimientos. Actuasteis con determinación, como siempre, porque eso, y no otra cosa, es lo que se espera de vosotros. Los motivos de la protesta eran lo de menos. Esa es una información secundaria, que no necesitáis manejar ni comprender para llevar a cabo vuestra tarea. Lo único que verdaderamente necesitabas tú aquella tarde era desahogarte, liberar endorfinas. Y quiero creer que lo hiciste. Que después de aquella exhibición te sentiste un poco mejor. Más reconfortado, más vivo, más policía.

O tal vez no, porque cuando un grupo de jóvenes se acercó horas más tarde a la comisaría para preguntar por sus amigos detenidos, otra vez tuviste que intervenir. Todavía no te encontrabas del todo bien, lo suficientemente realizado, y por eso decidiste hacer un par de horas extra. Convocaste a un grupo de compañeros y, en fin, sacasteis adelante la tarea. A uno de los chicos no solo le propinasteis una paliza terrible, también lo humillasteis. Era menor de edad, por cierto, pero tampoco eso necesitabas saberlo. ¿Cómo ibas a saberlo si se comportaba como un adulto, si caminaba como un adulto, si preguntaba si sus amigos estaban bien como un adulto? Me gusta pensar que después de tu segundo servicio del día, sí que notaste ese desahogo. Y que pudiste volver a casa más sereno.

Puede que de camino a casa (no es lo más probable, pero quién sabe), te diera por hacer un poco de memoria. Y recordases fugazmente (aunque la memoria no es uno de tus fuertes, claro) alguna de tus últimas intervenciones del año. Porque es posible que en ese ejercicio, como parte de ese recuento rápido, regresase a tu cabeza la imagen del día en que tus colegas y tú visitasteis el barrio de Salamanca. Está un poco más al norte y no parece en realidad un barrio. Sucedió hace cinco meses, en mayo. Te hablo de aquel día porque aquel día, en pleno Estado de Alarma, cuando las restricciones eran mucho más severas y no se podía salir sin justificación a la calle, no encontrasteis ninguna amenaza contra el orden público ni intuisteis ningún riesgo para la salud en la concentración ciudadana que allí se llevó a cabo. Muchos de los manifestantes no llevaban puesta la mascarilla, pero iban envueltos en banderas de España. Como en las verbenas. Como en las corridas de toros. Como las que cuelgan en cada uno de los rincones de vuestros centros de trabajo. Seguro que te acuerdas porque también salió en la tele. Y porque era probablemente la primera vez que teníais que acudir en grupo al barrio de Salamanca.

Te hablo de aquel día porque aquel día, a diferencia de este otro, no necesitasteis actuar. Ni para destrozarle la cara a algún joven despistado, ni para cabecear con vuestro casco futurista el rostro de un adolescente, ni para apalear en el suelo a ningún manifestante, ni para disparar vuestras absurdas pelotitas de goma al aire. Y fue una suerte, pensándolo bien, que no tuvierais que hacerlo, pues no llevabais puesto ni siquiera aquel día vuestro traje de combate, de soldadito de plomo, de perro de presa del Estado. Llevabais incluso vuestro número de identificación a la vista, ¿te acuerdas ahora? Quizás no recuerdes aquella intervención como una intervención real porque en realidad no intervinisteis. No hicisteis nada. Tal vez te contagiaste (en sentido figurado, claro) de todo aquel clima festivo, y en fin, ya lo olvidaste. Cómo culparte por algo así. No puedes estar en todo ni en todas partes.

Si te hablo hoy de aquella tarde es simplemente porque las personas con las que compartiste la velada vespertina en Núñez de Balboa no estaban llevando a cabo una protesta coherente, constructiva, sino reclamando un capricho, un privilegio. No pedían mejoras en el sistema de salud público, ni se habían visto afectados por una decisión selectiva o arbitraria. Aquella sí que era una manifestación antisistema, pero claro, no te percataste. Tu comportamiento aquella jornada, que se saldó sin heridos, detenidos, ni hospitalizados; tu condescendencia, tu complicidad, tu apatía; no solo supuso una negligencia en el desarrollo de tus funciones públicas y remuneradas, sino que además puso en riesgo al resto de ciudadanos. Aquello sí que fue inoportuno. Y aunque abundaban los palos de golf, tampoco había partido. Tal vez no lo sabías. No pasa nada. Un lapsus lo tiene cualquiera. No es parte de tu trabajo estar informado.

Quizás fueron las demandas de los manifestantes, tan legítimas y pertinentes, tan importantes, las que motivaron vuestra inacción, las que ablandaron vuestro carácter. Porque aquellas personas estaban reclamando un derecho fundamental e impostergable, el derecho de ir a misa. ¿Quién podría negar, en pleno confinamiento, a un ciudadano que se supone que debe estar también confinado, semejante derecho? ¿Cómo se puede limitar el ejercicio de su libertad en ese caso? Se trataba sin duda de un clamor urgente, sensato. El pasado jueves, en cambio, en Vallecas, los manifestantes fueron menos razonables. Pedían quimeras. Se autoproclamaban antifascistas. Levantaban sus manos al aire. Y por ahí ya no pasaste. Se te hinchó la vena del cuello, se te aceleró el ritmo cardíaco y, en fin, actuaste. Quizás se te fue un poco de las manos, pero no importa. Son gajes del oficio. Te estaban provocando.

Me imagino que cuando recibas esta carta estarás en casa, al calor del hogar, rodeado de la gente que te quiere. No debe ser fácil volver a casa después de un día como el del jueves. No debe ser fácil mirar a los ojos a tu mujer y ver en su rostro el rostro de esa otra mujer a la que desfiguraste de un golpe en la cara. Acostar a tu hijo y ver en su gesto la mueca tumefacta del chaval de 17 años al que propinaste una brutal paliza hasta dejarle el cuerpo roto. Porque él también tiene un padre que se gana la vida como tú, haciendo su trabajo lo que mejor que sabe. No debe ser fácil lidiar con eso y es lógico que no lo sea. Pero si tienes la inmensa suerte de poder hacerlo, si todavía es sencillo para ti vivir así, con todo eso, tranquilo, ya dejará de serlo. Porque el protocolo de actuación policial (si es que lo hay, si es que alguna vez lo hubo) no contemplaba -estoy seguro- desfigurar la cara de nadie ni partirle literalmente los huesos. Los abusos de poder no suelen aparecer en los protocolos. Ni prosperar en los tribunales. Pero tampoco te pagan por leer, después de todo.

Si alguna noche de estas que están por venir tienes una mala noche, si recaes (aunque sé de sobra que los tipos como tú están hechos para aguantar y no para quebrarse) puedes consolarte, tal vez, con la experiencia de otros colegas, de otros policías nacionales y extranjeros. Quizás te alivie saber que tus compañeros que reprimieron brutalmente a la ciudadanía en Cataluña hace tres años, con motivo de la celebración del referéndum, están acusados de haber hecho un uso excesivo e injustificado de la fuerza. Que en Estados Unidos asfixian hasta la muerte con la rodilla a los detenidos o les disparan directamente por la espalda. Que en Colombia se les va la mano con las armas Taser y fríen en el suelo, hasta que dejan de respirar, a los presuntos delincuentes. Que en Chile, funcionarios públicos como tú, han dejado ya, desde que comenzaron las protestas en octubre del año pasado, a más de 350 personas mutiladas. Tal vez todo eso te ayude a dormir mejor. Saber que la violencia no es solo cosa tuya sino parte de tu trabajo. Al fin y al cabo, tú no eres uno de esos herederos de los GAL, tú no eres matón a sueldo, un sicario, un mercenario.

Simplemente tuviste una mala tarde. ¿Quién no ha tenido una mala tarde? Vulneraste las dos misiones básicas que reconoce la constitución a los trabajadores como tú, es decir, “proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades, y garantizar la seguridad ciudadana”. Pero no pasa nada. En un par de días todo quedará olvidado, archivado. ¿Quién, en tu lugar, en tu difícil lugar, no habría hecho lo mismo? Actuaste, y eso te honra, con convicción, total independiencia, absoluta arbitrariedad y una violencia desmedida. Con brutalidad. Quizás fuiste un poli malo aquella tarde, pero fuiste muy hombre. Mandaste al hospital, de hecho, en un abrir y cerrar de ojos, a cuatro personas que defendían pacíficamente un derecho y clamaban por el reconocimiento de otro. Cuatro jóvenes de entre 17 y 19 años que cometieron el imperdonable delito de tener principios, empatía y valores. Conciencia de clase, que no es otra cosa que saber quién eres, dónde estás, de dónde vienes y actuar en consecuencia. Pero tranquilo, no quiero aburrirte. Todos esos valores de los que te hablo no tienes por qué aprenderlos ahora. Jamás te los inculcaron, no formaban parte del temario. Tendrás tiempo para hacerlo, ahora solo descansa, debes estar extenuado.

El futuro era ayer

EL FUTURO ERA AYER

Mateo Lanzuela

Mateo Lanzuela

Foto

Denís Lebón

Denís Lebón

Texto

Comparte y revela

Share on facebook
Share on twitter

Resulta recomendable, en tiempos de cuarentena, tratar de ver el vaso medio lleno. Hacer lecturas positivas, en un contexto de pandemia global, puede que sea incluso aconsejable. Rescatar valores como la solidaridad humana o aplaudir el conmovedor esfuerzo que realizan estos días profesionales sanitarios y no sanitarios, trabajadores cualificados y no cualificados, personas anónimas y voluntarios, para frenar o mitigar el avance de la enfermedad no solo es justo, también es necesario. Como lo es el hecho de reconocer que las medidas de confinamiento a gran escala puestas en marcha por los diferentes gobiernos no han tardado demasiado en dejarnos los cielos más limpios o el agua de los ríos más clara. La sanidad pública, que a punto estuvieron también de confinar, de exterminar a base de recortes, demostró ser, una vez más, nuestro único baluarte; y es probable incluso que después de esta los defensores del neoliberalismo lleguen a replantearse alguna de sus ideas.

Pero más allá de eso, las moralejas que pueden extraerse de toda esta historia no son, en mi opinión, demasiado alentadoras. Y es que el Coronavirus no ha hecho más que dejar al descubierto las descarnadas costuras del sistema en que vivimos. Nos ha desnudado como sociedad y nos ha retratado por dentro. Porque demandaba el virus, para ser atajado con contundencia, de una colaboración social, un grado de empatía y un sentido de comunidad desterrado de nuestros diccionarios hace tiempo.

El COVID-19, cuyo brote epidémico no tardaron en situar en la provincia china de Hubei, no nació en realidad en China. Desde allí comenzó a propagarse, es cierto, pero su germen hay que buscarlo en algún departamento de Economía de la Universidad de Chicago; en la enésima sucursal abierta por alguna multinacional de turno en suelo extranjero; o en la penúltima cruzada imperialista -estadounidense o europea- perpetrada para introducir con calzador el modelo neoliberal lejos de sus fronteras. El paciente cero no tiene rostro. El paciente cero es el sistema. El paciente cero es el yo.

Cómo explicar si no que este estado de emergencia sanitaria haya terminado por sacar lo peor de nosotros. O lo que se esperaba de nosotros. Y es que con las debidas y honrosas excepciones consignadas más arriba, la gestión política y humana de esta pandemia de alcance mundial y origen primermundista ha resultado ser un completo desastre. Hemos tratado de combatirla con todas las herramientas sanitarias a nuestro alcance y todos nuestros valores capitalistas a cuestas. Y hemos fracasado.

Hemos desdeñado, en primera instancia, las potenciales consecuencias del virus, hemos mentido a la gente sobre los riesgos de su propagación y hemos reaccionado tarde con la única intención de que no se resintiesen los mercados. Dicho de otra forma; hemos especulado.

Hemos mirado, durante los primeros días de la crisis, con recelo al extranjero -especialmente al hombre y la mujer de rasgos asiáticos-, pero también, llegado el momento, al veraneante madrileño, por poner un ejemplo más cercano. Dicho de otra forma; hemos estigmatizado.

Hemos saqueado, literalmente y de un modo patético, las estanterías de los supermercados a pesar de recibir la garantía de que no faltarían productos en nuestra mesa (ni los próximos 15 días, ni seguramente los próximos 15 años). Dicho de otra forma; hemos privilegiado.

Hemos recibido la orden de quedarnos en casa (los que la tenemos, claro) con el único fin de evitar los contagios y tampoco eso lo hemos hecho. O lo hemos hecho tarde, a medias y prácticamente obligados. Dicho de otra forma; hemos frivolizado.

Hemos descubierto al vecino de enfrente, hemos sufrido por nuestros familiares cercanos, por la curva de contagio de nuestra ciudad específica, nuestra provincia concreta, nuestra comunidad exacta y nuestro país de nacimiento o residencia, según el caso; pero nos hemos olvidado al hacerlo de todos los otros porque la meta última siempre fue salvarnos. Hemos tenido miedo, pero con el baile de números, el vaivén de muertos y el desfile de cifras macro, también nos hemos insensibilizado.

Hemos descubierto que teníamos familia, que muchas cosas que hacíamos no eran necesarias y que las que hacían otros -y hoy siguen haciendo- son fundamentales. Es probable, en fin, que hayamos aprendido algo, pero durante ese proceso de aprendizaje estamos pagando un precio muy alto.

Porque lo que había que aprender ya lo sabíamos, pero entonces -es decir, antes- convenía ignorarlo. Somos unos privilegiados incluso en la enfermedad. Sobre todo en la enfermedad. Por eso, tal vez, hay quienes encuentran incluso divertidas estas cuarentenas tan occidentales, plagadas de videollamadas al calor de la calefacción, de juegos de mesa rescatados solo para la causa, de forzadas convivencias familiares y de rollos y más rollos de papel higiénico con los que poder limpiarnos, al final del día, los restos de nuestros privilegios de clase.

Y es que al sur del privilegio, cabe recordarlo, hay toda una serie de países que también se están contagiando. Con sistemas sanitarios privados o directamente inexistentes, pero sobre todo mucho más precarios. En África, sin ir más lejos, se han registrado ya infecciones por COVID-19 en Egipto, Sudáfrica, Argelia, Marruecos, Senegal o Túnez, pero también en Ghana, Nigeria, Namibia, Camerún, República del Congo, Guinea Ecuatorial o Burkina Faso. No resulta necesario ser un experto en epidemiología para comprender que controlar la propagación del virus en la mayoría de estos territorios será una labor mucho más ardua. Sobran ejemplos de ello y no hace falta siquiera remontarse muchos años en el tiempo para encontrarlos. El futuro era ayer, pero preferimos pasarlo por alto.

El futuro era el SARS y la Gripe A. El futuro era Haití, en 2010, cuando un brote de Cólera se cobró la vida de 8.000 personas. El futuro era Guinea, en 2014, cuando la epidemia del Ébola se saldó con 5.000 muertos. El futuro era y sigue siendo hoy Sudamérica y la región del Caribe, donde el Dengue afectó en 2019 a más de 3 millones de personas y amenaza con pulverizar en este inicio de año todos sus registros históricos. Enfermedades y epidemias víricas, todas ellas, con mayores índices de letalidad, pero en términos informativos mucho menos virales.

Pero no hay motivos, en occidente, para la alarma o el desconsuelo. La pandemia del Coronavirus (que se ha cobrado ya demasiadas vidas), logrará contenerse o controlarse más pronto que tarde en este hemisferio plagado de comodidades. Y cuando eso suceda -aunque la inmensa mayoría de nosotros ya lo estábamos de antemano- nos sentiremos a salvo. Y volverá el fútbol a la tele y las cervezas en las terrazas de los bares. Y llegará también el verano, que fomenta el ocio y -dicen- contiene además el contagio. Y mudarán los temas de conversación y las preocupaciones cotidianas por sobrevivir volverán a ser tan banales como lo eran antes. E importará muy poco ya, seguramente, en esta parte del mundo, que en el hemisferio sur acabe de comenzar el invierno.